Pocas veces los argentinos han vivido la noticia de una muerte con tanta ausencia de pesar.
Ocurrió como si hubiese muerto la misma muerte.
Sensación de nada. Quizás alivio.
Sin alegría, pero absolutamente sin ninguna pena.
Se fue un pobre hombre.
Había atesorado el triste privilegio de ser portador del oscuro y penoso combo de miles y miles de prisiones clandestinas, robos de niños, torturas, muertes y desapariciones, como quizás ningún otro en toda la historia de la humanidad.
No es poca cosa ni menor razón como para que la indiferencia corone su partida.
Sí, se murió la muerte...
y su cadáver sigue en la morgue.
La democracia, generosa, digna, hace que pueda ser sepultado, sin marcas de tortura, sin arrojarlo de un avión al mar, sin desaparecerlo...
A pesar de todo.
Por favor... Que alguien lo entierre.
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