EL FIN DE LA ETERNIDAD…
Capítulo I
LA SERPIENTE VOLVIÓ A MORDER A UN DESCALZO…
Sebastián es un
pibe de 23 años. Correntino de Esquina, como le gusta identificarse, recaló en
el Chaco hace menos de un año. Consiguió el primer trabajo “en blanco” de su vida,
soñando comenzar a calzarse, y darles sustento y futuro a su compañera Marisa y
su hijo Nicolás de tres años.
Nació en 1990, con
la explosión del liberalismo, ese que permite el progreso, la libertad, el
futuro. Ese que se decía nos incluía en el primer mundo. Bueno, algo pasó
porque a Sebastián no le toco nada de eso. De niño tuvo que trabajar para
comer. Muy de niño, lo que no le permitió ir a la escuela. Ni jardín de
infantes, ni “Seño”, ni mochila de los “Power Rangers”, ni “A” de “Ala”, ni “L”
de “Libertad”, ni sumar, ni multiplicar, nada. El viejo dilema del pobre en
tiempos donde el mercado es Dios: comer o aprender. Tener futuro o sobrevivir.
Y el Señor mandó que sobreviva, al costo de ser analfabeto.
El estado estuvo
ausente, no lo buscó ni para que declare por qué razón se robaba su propio
futuro incumpliendo la obligación de aprender, ni para condenarlo por haber
optado por sobrevivir.
Hoy sí el estado
se hizo presente. “Dos años de cumplimiento efectivo” reza el diagnostico de la
picadura de esa víbora que solo muerde a los descalzos, al decir de Eduardo
Galeano: la Justicia.
Ocurrió en Goya,
segunda ciudad de su querida Corrientes, a donde Sebastián llegó este lunes 25
de febrero de 2013 desde el Chaco, para cumplir con el llamado de una vieja
causa por robo a un supermercado en la que el propio dueño expresó la
imposibilidad que fuera el autor porque “el hueco que hicieron para entrar era
tan chico que hacía imposible que pudiera atravesarlo”. Llegó obediente y
confiado. Llegó porque cuando la autoridad llama hay que ir, y porque los
inocentes no corren. El botín habría sido leche y azúcar. Era imposible que
fuera él, pero las estadísticas mandan. Esclarecer y condenar da “chapa” a la
policía y a la Justicia, y Sebastián nació descalzo.
En el Chaco tenía
trabajo en blanco en el campo. Criaba codornices, pollos, pavos y patos. Tenía
una huerta importante de la que salían zapallos, tomates, zanahorias,
rabanitos, lechuga, maíz, todo para consumo y venta. Habitaba con su familia
una pequeña vivienda que estaba ampliando con sus manos. Se ganó el aprecio,
consideración y respeto de sus patrones por su laboriosidad e inteligencia.
Esperaba que se terminara de alambrar el campo para también ocuparse de los
chivos, los cerdos y las vacas próximas a llegar. Nico, su hijo ya tenía en
vistas un jardín para el año que viene, porque la Asignación Universal por Hijo
manda que vaya, y porque Sebastián no quiere que ande por la vida descalzo al
alcance de la serpiente. Y también él estaba comenzando a hacer palotes para
aflojar la mano y poder calzarse aprendiendo a leer y escribir. Pero no pudo,
las estadísticas del "hecho esclarecido" y "reo
condenado" pudieron más, y la serpiente puso este paréntesis en
su vida arrojándolo a las oscuridades de la cárcel.
El sistema, frío,
ciego de un ojo como la víbora, nada sabe de Sebastián, ni de su encuentro con
el presente digno del trabajo; de su amor por Marisa; de su pasión por Nico; de
su trabajo diario en la huerta, los pollos, las codornices, las docenas diarias
de huevos; de su primer moto comprada con su esfuerzo, su ahorro; del afecto de
los vecinos por estos chicos correntinos, respetuosos y laboriosos que en buena
hora llegaron a la colonia. Nada sabe, ni le importa, como no le importó
que no fuera a la escuela. Al sistema no se le pide corazón, ni racionalidad.
El sabe sumar y restar para las estadísticas y en esas operaciones no juegan
más valores que los números. Y Sebastián es eso, un frío número al que le
correspondieron dos años para escarmiento, y por andar descalzo.
Y quién sabe no
los merezca, si es que acorralado por el dolor de padre pudo hacerse más
chiquito, y pasar por ese hueco para llevarse unos litros de leche para
que Nico deje de llorar.
Quizás los merezca
también porque no supo administrar los siete pesos y el kilo de pan que se
llevaba diariamente por trabajar toda la noche amasando pan en su anterior
trabajo, en negro, como corresponde al descalzo, ante los ojos ciegos del
sistema que no lo pudo encontrar para ver que hacía con los $ 210 por mes como
para que no le alcanzaran. Menos para ver por qué los bien calzados le
pagaban con hambre por doce horas de trabajo. Quizás eso no sea cosa de la
serpiente, porque está del lado de su ojo ciego, mientras el otro solo ve
descalzos.
Quizás los merezca
por haberse atrevido a aceptar, descalzo, un trabajo en blanco con un sueldo de
$ 3.580 para vivir en el campo, con Obra Social, para sí, para Marisa y Nico,
mandar a Nico al jardín, y hasta darles una mano a los vecinos cuando lo
necesiten, de puro voluntarioso, comedido y buen pibe nomás.
Quizás los merezca
por haberse desarraigado al Chaco lejos de sus otros afectos, pero también
lejos de la serpiente, a cuyo artero llamado, maldita hora, acudió
sumiso, obediente e ingenuo esperando
justicia.
A los que sí les
importa es a los que lo conocieron en esta nueva vida, laborioso, servicial,
afectuoso, inteligente, con iniciativa, preocupado y ocupado con lo suyo y con
su trabajo. Les importa a sus vecinos, a sus patrones. Para ellos Sebastián no
es un número. Por eso esta picadura de la serpiente no será mortal, por eso
este episodio estadístico es un paréntesis injusto en su vida, en la de Marisa,
Nico y su familia.
Y será solo eso,
un paréntesis, porque no todo está perdido en esta sociedad. Porque sus
patrones no lo privarán del sueldo, para que su familia siga comiendo. Evitando
así el desamparo al que, haciendo gala de Justicia, los arroja la serpiente.
Porque ellos
esperarán que esta mordida cumpla su venenoso ciclo y Sebastián volverá al
Chaco para seguir levantando su casa y su futuro. Lo esperan, su familia, su
trabajo, sus codornices, los pollos y la huerta. Y se seguirá calzando cada día
con más altas polainas para alejarse de la picadura de esa serpiente, a la que
en el reparto de la vida le tocó poder leer y escribir, pero no pudo aprender
la diferencia entre lo justo y la condena criminal que mata impiadosa presentes
y futuros, siempre de los que anden descalzos por supuesto.
Que el Dios
piadoso, al que en vano invocan diariamente, se apiade de ellos cuando el
Juicio Final los siente en el banquillo. Ese al que según se dice, todos
comparecemos sin distingos entre calzados y descalzos, y en el que cada quién
con su conducta en esta vida ya escribió su propia sentencia.
Capítulo II
EN BUENA HORA…
Doscientos cincuenta y cuatro palotes quedaron en la pared del presidio. Uno
cada día durante más de ocho meses, dibujados con dolor, angustia, y también
esperanza, son el símbolo de la eternidad que se desvaneció ayer seis de
noviembre al mediodía.
Hora en que Sebastián, aquel pibe correntino al que descalzo la artera serpiente
mordiera el veinticinco de febrero arrojándolo a las oscuridades de un depósito
atestado de pobres y analfabetos, todos descalzos como él, se encontró con el
sol pleno en su rostro en la vereda del penal correntino.
Se puede pensar que aquel depósito de seres
humanos nulos en valor material, no merece mayor preocupación. Menos cotizado
que los del azúcar y la leche que lo alimentan, cuya violación sí se vigila con
amor y se castiga sin piedad, está lejos de toda humanidad. Personas que no
supieron integrarse a una sociedad que los necesita. Los necesita como mano de
obra, sorda, ciega, muda, de mínimo consumo y menores derechos. Carbón que
alimente las calderas que iluminan primeros mundos. Seres humanos abandonados
por merecimiento, dirán los limpios, los que no se equivocan y si lo hacen
tienen inmensos encantadores que le tapen un ojo a la serpiente para que no los
vea, y nunca son mordidos.
Pero la naturaleza, el más sabio de los dioses no siempre
está de acuerdo con las mezquindades humanas. No está de acuerdo que estén
solos, olvidados y sin destino. Entonces ocurre que sin pomposa sentencia dispone
que esos invisibles senderos del destino sean transitados por algunos rayos de luz
que le hagan una gambeta a los barrotes para darle batalla a la oscuridad, la
impiedad y el olvido.
Esos rayos tienen
nombre. Tienen cuerpo, alma, corazón y sensibilidades. Sebastián sintió
el calor de esa luz que lo alumbró sin pasarle ninguna cuenta. Julia Romero, de
la Formosa profunda, llegó algún bendito día a Corrientes, estudió, creció, y
cuidó que su crecimiento no se devore la sensibilidad del humilde que es capaz
de conmoverse con el dolor del otro. En buena hora, los hilos que teje el destino
la llevaron al penal correntino a ejercer su profesión de Asistente Social. Y
mucho más, muchísimo más que ejercer su profesión. La llevaron a ponerle
corazón, racionalidad, verdad, humanidad, esfuerzo, y convertirse en
involuntario instrumento de un destino que no se deja vencer por la burocrática
formalidad del depósito de olvidados.
Ni computadora, mi máquina de escribir, ni escritorio
ejecutivo, ni sillones. Con el espeso aire que se puede respirar acondicionado
por el encierro, escribe sobre una vieja tabla con birome y papel carbónico
miles de palabras. Cruza el río Paraná hacia el Chaco, busca un lugar cercano a
su capital botánica para que sus ojos sean testigos de los tiempos previos de
Sebastián. Habla con los vecinos. Quiere saber si es cierto que el pibe es lo
bueno que se dice de él. Quizás no salga de su asombro ante la diferencia entre
la realidad que sus ojos ven y sus oídos escuchan, y los fríos expedientes que
escribiera la serpiente con su ojo abierto mordiendo al descalzo.
Y vuelve a escribir, seguramente más de lo que la
obligación manda. Más, porque el sentido de justicia también tiene sus rayos de
luz y calor frente a los gélidos sellos del “hecho esclarecido” y “reo
condenado” que alimentan las estadísticas y otorgan plácet para ligas mayores a
los que las persiguen.
Pasaron más de ocho meses. Seis mil cien horas
contadas segundo a segundo en la inmensidad de un tiempo que no transcurre. Que
obstinadamente se detiene frente a la necesidad de correr. Tiempo que se
acelera cuando algunos de esos rayos alumbran el oscuro camino, entonces el
aplastante derrumbe de las defensas del que expuesto a todo por carecerlas, se
ilumina por esa luz de regreso a la vida.
Calmo, Sebastián avisa: “Me dieron la libertad,
estoy en la vereda del penal”. Calmo, pero sin poder ocultar la necesidad de apretar
fuerte los dientes para no salir a correr en un delirio de gritos y abrazos al
viento, al sol, a la libertad, a la vida. Para no salir a correr sobre el majestuoso
Paraná al encuentro con Marisa y Nico. En buena hora que la eternidad tenga fin.
En buena hora que los rayos de luz no se dejen
encandilar por las estadísticas, y que sus corazones mantengan el calor que
impide el olvido, y que entibia los fríos muros que esconden muertos en vida
para el deshumanizado e impiadoso sistema.
Uno de esos rayos de luz, Julia Romero, escribe.
Quizás sin imaginar que ingresa para siempre en otros corazones, que escribe
las mejores páginas de su propia sentencia para aquel Juicio Final al que
compareceremos todos, sin distingos entre calzados y descalzos.
En buena hora.
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