Goiania, Brasil, 1987 |
Brasil, bellísimo país de contrastes, donde el futbol, la música y el carnaval le ponen alegría a los padecimientos por tremendas desigualdades, injusticias e impunidades. Es América Latina, pariente cercana del África negra.
En Goiania, año 1987 como en todo Brasil, el mejor futbol del planeta nace en miles de baldíos, la inmensa mayoría de ellos en favelas y barrios pobres. Los mismos barrios de los que todas las madrugadas bajan legiones de niños que alternan el juego con la necesidad de revolver basura para procurarse un sustento.
En ese revolver los desperdicios para acallar los quejidos de las tripas llevó a sus manos, en uno de esos depósitos de chatarra a cielo abierto, un llamativo y brillante tubo azul que prontamente la curiosidad hizo pedazos. Pedazos que ya caída la tarde, en la oscuridad alumbraban. Lumbre que el compartir, patrimonio de los pobres, hizo que llegara a cada mano compañera de pobreza, también alumbró los oscuros cuerpos frotados con la mágica piedra azul. De pronto el basural se iluminó de luz y de alegría. Niños que danzaban excitados por haberse convertido en lámparas humanas.
Invisibles para la insensibilidad del poder, en ese instante eran visibles en la oscura noche de barrio pobre, como tantos.
Pocas horas más tarde la alegría, el baile y la luz daban paso al dolor. Nauseas, vómitos, y mareos terminaron con sus ya apagados cuerpos en los hospitales.
La historia oficial rápidamente escribió su capítulo de descargo. Para sí y para todos, cargando las culpas en dos ladrones que robaron un equipo de radioterapia del Instituto Goiano de Radioterapia, una clínica privada abandonada, lo desguazaron y tiraron sus partes al basural. La hija de 6 años de uno de los ladrones terminó muerta, sepultada en un cajón de plomo rodeado de una fornida bóveda de cemento.
También quedaron sepultadas las responsabilidades de esta catástrofe nuclear solo superada por la de Chernobyl. Ni quienes abandonaron el arma letal, ni quienes no controlaron el destino de los desechos radioactivos, nadie es responsable de los muertos, ni de las 129 personas tratadas por contaminación entre las 600 que presentaron radiación después de haberse examinado a 112.000 brasileros del lugar. Muchos de ellos padecerán hasta su muerte el absurdo de la inexistencia de controles sobre esos materiales radiactivos que se usan con fines medicinales.
La historia oficial ponía un manto de invisibilidad sobre aquellos niños que gozaron el fatal instante de sentirse visibles en plena noche, y también de los adultos que la luz azul se llevó.
Esta historia poco conocida merece ser difundida no con sentido catastrofista, sino como para un aprendizaje de todos sobre la importancia de controlar los cada vez más difundidos elementos contaminantes que afectan gravemente la salud de todos, que están entre nosotros y en abundancia. Y sobre las consecuencias dramáticas que la desidia y la irresponsabilidad en su uso y control ocasionan.
La radiación es uno, pero también lo son y con consecuencias gravísimas los productos que en cantidad de millones de litros se vuelcan día tras día sobre nuestros suelos para incrementar la productividad en las actividades agropecuarias.
No es ni política, ni humanamente sostenible el argumento que pretende justificar que la aplicación de estas tecnologías probadamente nocivas para la salud, son imprescindibles para la competitividad de nuestra producción.
Y no es sólo responsabilidad del estado, el que claramente debe estar al frente de su regulación, seguimiento y control, con prescindencia y sin preeminencia del interés económico en las actividades involucradas por sobre la salud de la población y la preservación de este derecho humano primero y esencial como es la vida.
Es también responsabilidad inexcusable la de los fabricantes, de los expendedores de estos productos, de los productores y de los profesionales encargados de la aplicación. Todos ellos son responsables ética, moral y jurídicamente de las consecuencias que tanto a las personas como a los recursos y al ambiente ocasione la aplicación de sustancias nocivas para ellos.
Los medios de comunicación debieran ser vehículo sanitario en la medida que no dejen de exponer esta realidad a partir de la mordaza de los avisos de las multinacionales de agroquímicos o sus distribuidoras.
Tanto la información, como la prevención y la sanción, difundidas sin censura ni autocensura constituyen un aporte de alto impacto a la salud de todos.
Porque aquella tragedia de Goiania no tuvo la trascendencia mediática que merecía, como que tampoco la historia oficial ni la prensa libre, independiente y generadora de opinión pública reveló que 50 de los casos más severos de aquel hecho aterrizaron en Cuba en 1992 para ser tratados en forma gratuita, tal como los 330 niños de Chernobyl.
No es noticia porque tanto el desinterés como el interés de los que siembran muerte pueden más que la vida de un puñado, o más, de pobres en la definición de las portadas. Que suelen ignorar que las tragedias provocadas por quienes acumulan miles de millones de dólares produciendo riesgo, son atendidas en los hospitales de los países pobres o como en este caso en el país más criticado y discriminado por el poder económico mundial.
Asumiendo todos que es un cargo de conciencia la preservación de la salud y la vida, que es posible el manejo responsable de los residuos peligrosos, y que la búsqueda de mayores beneficios económicos tiene como límite el respeto por la salud y la vida, honraremos al ser humano.
También lo honraremos cuando quienes no lo hagan y en el grado que les corresponda sean responsables del daño o la muerte, encuadren en el Código Penal como lo que son: criminales. Para que matar por interés se equipare al sicario que lo hace por plata, y para que asesinar o herir con veneno no sea menos grave que hacerlo a cuchillo o bala.
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